Revista Amanecer nº 26 Junio 2023
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¿Cómo miraba Jesús a las mujeres? La importancia de las mujeres en la iglesia es palpable, pero su escasa participación es algo que tiene pendiente y hace que sea un tema de actualidad. Amanecer, no quiere dejar pasar el momento, tampoco “meterse en charcos”, sino seguir provocando la reflexión y toma de conciencia en la iglesia de los valores sustanciales que no le pueden faltar: la participación con toda la dignidad y derecho de las mujeres hoy, hurtada por un contexto social que no es el actual.
No es suficiente cumplir con la «cuota mínima» de mujeres en la iglesia, sino que se deben dar pasos más allá para tender a un equilibro entre hombres y mujeres en los lugares de organización y decisión de la Iglesia. No se trata de imitar a la sociedad civil, en eso de la paridad, porque las razones por las que las mujeres participan en la vida de la iglesia son de naturaleza teológica, de fe. Ambos, hombre y mujer son imágenes de Dios y por el bautismo son parte de la iglesia con todos sus derechos y obligaciones. En la iglesia la salvación es una, regalo del amor de Cristo (cfr. Gl 3, 28, habla de salvación, no de roles); la dignidad es la misma para todos sus miembros; hay una filiación, una vocación al seguimiento, una misión. Nada de distinciones o desigualdades por la raza, la condición social, sexo. Por el bautismo, mujeres y hombres participan de los carismas y dones que el Espíritu le ha regalado a la iglesia. Por tanto, la mayor participación de las mujeres en la iglesia no es cuestión ni de feminismo, ni de su carácter materno, ni de su funcionalidad, siendo muy importantes estas.
Partir de la común dignidad bautismal no es negar las diferentes formas según las que cada uno participa en la vida y misión eclesial, realizando su vocación y misión. La diversidad de miembros y oficios, siendo uno el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios se subraya en LG, 7. 32, como claves para la vitalidad de la iglesia. Por eso el Papa Francisco (EG 103-104). ve la necesidad de “ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia”. Esta afirmación puede generar la impresión de que la realización plena de la mujer en la Iglesia dependiera de su admisión a los ministerios, pero nada más lejos. La necesidad de la participación de las mujeres en la iglesia es urgente, sin tener que ver con la ordenación de ministerios.
Hay ministerios ordenados y otros ministerios abiertos a laicos de ambos sexos y el hecho de la escasez de sacerdotes, no puede ser la razón para admitir a las mujeres a los ministerios ordenados para aliviar este problema. Los ministerios de laicos cualificados son necesarios en la iglesia sin que estén provocados por la escasez de ministerios ordenados. Son esenciales en sí mismos y con fundamento propio. Lo que sí que es necesario es sacar a las mujeres de la servidumbre en la iglesia, para llevarlas al servicio, como al principio en la comunidad cristiana.
Se trata de vivir un cristianismo inclusivo, sin tener que enfrentar o equiparar a la mujer en la iglesia con el clericalismo, pues las mujeres son protagonistas como cualquier hombre en la iglesia con expresiones ministeriales distintas existentes u otras que pudieran aparecer nuevas. Nos espera un camino sinodal de escucha, discernimiento y búsqueda hacia una iglesia que mime la fraternidad/sororeidad: todos somos parte del mismo pueblo de Dios. Es un descubrir el “nosotros” para llegar al bien común.
El espacio eclesial es grande, nadie puede sentirse fuera de casa. La reflexión sinodal actual está en la línea de ensanchar espacios para acoger a todos y calificar los aportes vengan de donde vengan y las mujeres no pueden estar ajenas a ello. Hablar de sinodalidad es hablar de mujeres caminando con los hombres “juntos” en la iglesia, al mismo paso, escuchándose y dándose conversación, como Pueblo de Dios. Una rendija abre el Papa Francisco con el anuncio de la participación con voz y voto de mujeres en el Sínodo de los Obispos.
Todos debemos asumir nuestra parte en la construcción de una Iglesia caminante, verdaderamente comunitaria y no autoritaria y excluyente, reconociendo los signos de los tiempos, los aires que nos llevan a una participación en igualdad, como algo que nos constituye. No puede ser secundario algo que es constituyente. Por lo mismo, Ir al rebufo, dejar que otros caminen e ir detrás escondido, acogerse a falsos paternalismos y no sentirse preparadas son excusas y comodidades que debieran desaparecer de la mente de tantas mujeres.
La corresponsabilidad, el construir una iglesia caminante comunitaria implica comprometerse en decisiones, orientaciones y testimonio de cada día. No será fácil, por el peso de la tradición desacralizar el ministerio ordenado, colocado a la par el sacerdocio de poder y el liderazgo en la iglesia. Está muy arraigado en la comunidad cristiana y se ha llegado a tal simbiosis el poder ordenado con la estructura de gobierno, que es una de las causas que afectan a las mujeres en la iglesia directamente y será necesario tiempo y una nueva reconfiguración para que puedan participar en las estructuras de la iglesia. Algo tiene que pasar para que el trinomio sacerdocio-poder-liderazgo se rompa y las mujeres participen más en las estructuras jerárquicas de la iglesia.
A lo largo de la SE, de la vida de la iglesia y de la Orden, toda una procesión de mujeres han recorrido y construido el espacio temporal con fuerza e intuición. El paso más decisivo en la relación con las mujeres, personas absolutamente subordinadas en su tiempo, dependiendo para todo de un varón, padre, hermanos, marido e hijos varones, lo dio Jesús. Una novedad en la Palestina del s. I, grande, contracultural fue su forma de acercarse a ellas y, si eran viudas o pecadoras la desprotección todavía era mayor y el interés de Jesús más todavía. ¿No será posible reeditar la mirada de Jesús sobre las mujeres? Ver hoy su dignidad, verlas como discípulas y seguidoras cercanas, sin prejuicios, sin tabúes, sin temores.
Los evangelios nos refieren a mujeres que seguían a Jesús con nombres propios; están en las circunstancias más importantes de su vida como testigos (crucifixión, resurrección, …); abundan los relatos evangélicos de curaciones de mujeres a quien Jesús alaba por su fe; figuras como la Magdalena, la samaritana, la pecadora llaman la atención en el evangelio.
En la propagación del evangelio, en la primitiva iglesia aparecen nombres de mujeres como discípulas (Tabita, Lidia), diaconisas (Febe), apóstoles (Priscila). También había mujeres que habían recibido el don de profecía y de lenguas. Estas funciones fueron más allá del s. I, no porque se respetara la igualdad, sino porque tenían más tiempo y dedicación en las comunidades domésticas, donde la casa era lugar litúrgico, pero desgraciadamente se olvidaron cuando la iglesia se fue institucionalizando.
Con Pablo, llegó un momento en el que fueron peligrosamente poderosas, activas en sus obligaciones y creencias. Mujeres de su casa, cristianas, pero peligrosas en la sociedad por su excesivo protagonismo en relación con las demás mujeres y por ello, criticadas en su evangelización, teniendo que rebajar su protagonismo.
Pero a pesar del impulso de Jesús y Pablo a las mujeres, después en la iglesia primó la imagen patriarcal: las mujeres eran consideradas débiles física y moralmente, no siendo sujeto religioso; un dualismo crece en torno al hombre y la mujer (es débil, temerosa, habladora, emotiva, más incontrolada, es inferior, …); la historia fue colocándola en una “inferioridad”, hasta expresarse S. Juan Crisóstomo, por ejemplo así: Porque enseñó a Adán una vez para siempre y le enseñó mal (…), ejercitó su autoridad una vez y la ejercitó mal (…), así pues que se baje de la cátedra del profesor; el mismo hermano nuestro Santo Tomás, llegaría a decir: Desde el momento de su nacimiento, unos están destinados a someterse y otros a mandar (…) el varón es por naturaleza superior y la hembra inferior. Uno dirige y la otra es dirigida. Este principio se extiende necesariamente a toda la humanidad.
Para recuperar esta desfiguración histórica, se da un paso adelante con la teología de la complementariedad: diferentes «funciones», pero iguales en dignidad. Cuando hablamos de las mujeres estamos admitiendo una pluralidad de experiencias personales donde el Dios de Jesús se hace presente y reconcilia y restaura sus manifestaciones en sus vidas y experiencias concretas. Por eso, para reflejar la diversidad de los fieles y responder a un mundo cambiante la iglesia no puede ignorar a las mujeres, sus roles, sus carismas y experiencias, hasta en la toma de decisiones. No puede privarse las aportaciones de la mitad de sus miembros.
El seguimiento es para todos: “Iban con Él los Doce y algunas mujeres” (Lc 8, 1-3), y volver a los orígenes es recuperar el frescor del mensaje cristiano con la capacidad que tuvieron las mujeres de la comunidad primitiva, su empuje evangelizador, su dinamismo de adaptación en un mundo adverso y bien contrario. Esto no fue obstáculo para esconderle la alternativa de Jesús a esa sociedad que le era contraria. Eran mujeres de todo tipo y condición y están en el mismo plano y tienen los mismos derechos que los varones en el grupo de Jesús. Son mujeres sanadas o liberadas, como aquellos varones que también fueron sanados, y son llamadas por Él a seguirle. Como en tiempos de Jesús, la participación eclesial de las mujeres hoy es germen de vida nueva en la Iglesia. No se trata simplemente de reconocer la igualdad, si en la práctica hay subordinación e inferioridad. No se trata de poner más arriba o abajo a nadie, sino de poner a Jesús en el centro. Importante es construir comunidades inclusivas de diversas formas; tejer redes de fraternidad/sororeidad capaces de ir más de lo convencional; en el fondo es recrear el Espíritu de Jesús haciendo que el servicio sea modelo de autoridad en la iglesia.
Nuestro Padre Domingo desde los orígenes se rodeó de mujeres atraídas por su amabilidad y alegría y consideró que todos/as necesitan conversación, tienen su confianza y capacidad de ser enviadas a predicar. De hecho, en el origen de la Orden, la presencia de las mujeres cátaras, aceptando su estilo de vida es un hecho. Es a partir de este núcleo, donde comienza la expansión que el “Predicador de la Gracia” soñó y se sigue realizando en hombres y mujeres conversando, monasterios, conventos, familiasy laicas, viviendo su carisma apostólico. Toda una cadena de hombres y mujeres, reconocidos como santos, mártires y simplemente no reconocidos son la muestra de la realidad de las mujeres en la Orden. Tantas monjas, hermanas de vida activa, repartidas en ramas dominicas adornan y ensalzan a las mujeres con su consagración y misión hoy en la iglesia. Fr. Pedro Juan Alonso, director de la revista.